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Travelling. Blog de cine.

La trastienda. La doble moral, el Opus Dei y los Sanfermines.

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Un médico, miembro del Opus Dei, su mujer y una enfermera establecen un triángulo amoroso en la “trastienda” tardofranquista, durante unos Sanfermines; en un filme que Jorge Grau dirigió en 1975.

-¿Y por qué no habrías de decírmelo?

-Porque no es posible Juana, porque quiero también a mi mujer, porque vivo con ella y no tengo derecho a romper una vida que hemos recorrido juntos y que elegimos libremente.

Muchos conocerán a Jorge Grau por sus películas dentro del terror, pero entró en ese cine a causa de una circunstancia llamativa: había sido despedido del rodaje de “Tutset Street” y buscó fortuna en una película de género. Su éxito fue tal que dirigió dos filmes de terror seguidas “Ceremonia Sangrienta” –sobre el mito vampírico, a través de la figura de la condesa Bathory- y “No profanarás el sueño de los muertos” –relacionado con el cine de zombies que triunfaba en esos años.

Aún eso, quiso evitar encasillarse y cuando tuvo la oportunidad volvió a las historias que más le interesaban, las fábulas morales, presentadas como denuncias a la hipocresía de la sociedad. El productor José Frade le ofreció esa oportunidad con “La trastienda” (1975), película que superó los 180 millones de pesetas en taquilla, siendo el film más taquillero hasta “El último cuplé”. Un film en la línea de "El espontaneo" y cuyo estilo volvería a repetir en “El secreto inconfesable de un chico bien”, también producida por José Frade, aunque ninguna de estas logró la celebridad de “La trastienda”. Un éxito que vendría de un detalle interesante –el primer desnudo integral en el cine español, justo en el año del fallecimiento de Franco, 1975-, pero secundario en la historia (unos 38 fotogramas, menos de 2 segundos), por lo que esta película ha sido calificada erróneamente de “destape”, cuando el propósito de Grau era algo muy distinto: dirigir una crítica hacia el Opus Dei y, sobre todo, a la doble moral de la sociedad. Una crítica hacia “esa sociedad tranquila que posee una trastienda feroz”, en palabras del propio director.

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Los Sanfermines, más que un decorado.

Una sociedad que es capaz de ser muy conservadora durante prácticamente todo el año y que con la llegada de los Sanfermines se desata la locura verbenera, durante unos días. De ahí, la importancia de localizar la historia en Pamplona, una ciudad provinciana, en donde los escándalos llegan a boca de todos y de ahí que las pasiones se oculten en el ámbito de lo privado.

Sin embargo la situación de este personaje es de una represión absoluta. Lo he podido mirar, hasta el minuto 57 ni se tocan y hasta el 85 no se dan un beso; e incluso se dan situaciones tan curiosas como permitirse mostrarla en público, cuando está borracho o negociarse sobre la posibilidad de tutearle.

-Oye, ¿te puedo tutear o te llamo de usted?

-Pues no, sería un poco raro llamarme de usted en los Sanfermines.

De hecho, hay más encuentros íntimos en la tienda, entre la mujer del médico y su amante, que entre los dos protagonistas.

Uno de los grandes logros de la película fue ambientarla en los Sanfermines, logrando un acertado efecto al combinar la trama de la historia con imágenes grabadas de las propias fiestas, que Jorge Grau filmó previamente.  No sólo era colocar a los personajes en ese escenario, sino que con una cierta improvisación, fue incorporando detalles que veía en los Sanfermines. Quizás, el más destacado ejemplo sea el chico que acabó herido en la plaza y que sería trasladado en una ambulancia, al hospital, incorporado luego a la película.

 

Roma. La épica de Alfonso Cuarón trasladada a su infancia mexicana.

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El cineasta mexicano, Alfonso Cuarón, filma en blanco y negro “Roma”, un drama ambientado en el México de los años setenta, con la que obtuvo el León de Oro y se ganó a la crítica, aunque no contase con su distribución en salas.

 El título podría dar a confusión. El último trabajo del director de “Gravity” o “Y tu mamá también”, no centra a la capital italiana, sino a una colonia de Ciudad de México pensada para la élite de la ciudad. “No importa lo que te digan las mujeres, siempre estamos a solas”. Es un grito que se expande a lo largo de esta épica e intimista historia. “Roma” se inicia con un primer plano  de un camino empedrado, sobre la que vemos una cascada de agua jabonosa, mientras alguien fuera de cámara lo está limpiando. En el reflejo del agua se aprecia el cielo y un avión que lo atraviesa. Esta es una idea que se repite a lo largo de toda la película; la extraordinaria forma de combinar el primer plano y el plano general, con un desarrollo de sus personajes y de su vida interior, junto a una escala mucho mayor.

 La mujer que limpia es Cleo, una sirvienta que trabaja para una familia adinerada de la Ciudad de México, en los años 70. Pero ella es más que una sirvienta; se siente como si esa fuera su propia familia (viaja con ellos en sus vacaciones, realmente ama a los hijos), pero también es severamente amonestada cuando, por ejemplo, se deja encendida la luz. Esta situación se mantiene incluso cuando ella queda embarazada (sus empleadores se preocupan de llevarla al médico), pero se torcerá tras la desaparición del padre de la criatura.

 El propio Cuarón (que habría aprendido un par de cosas de su amigo y colaborador Emmanuel Lubetzki) es el responsable también de la fotografía. El director despliega un estilo poético a su lenguaje visual, como también recurre al gran angular para trasmitir el detallismo de las escenas, buscándose un equilibrio entre verdad y arte. De ahí que la película sea como bucear en los recuerdos del cineasta mexicano, motivo por el que se decantó por un blanco y negro que a veces me recordaba al cine del también mexicano Arturo Ripstein. Éste podría servirle a Alfonso Cuarón como el padre espiritual de la parte íntima de la historia, mientras reconocemos el trazo de Scorsese en las impresionantes escenas de multitudes como aquella que evoca la masacre del Corpus Christi, cuando el ejército masacró a un centenar de personas durante una manifestación.

 La película, igualmente, estuvo abierta a la polémica por el hecho de haber sido producida por el gigante Netflix que, en vez de ser elogiada por haber financiado una obra maestra, fue atacada por limitar su distribución casi en exclusividad a las plataformas digitales, reduciéndose drásticamente su visionado en los cines. Una lástima porque estamos ante una pequeña pieza de museo hecha cine.

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Suspiria. La danza y las brujas.

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Dirigida por el cineasta Luca Guadagnino, “Suspiria” (2018) es una versión de un título icónico de Darío Argento. Hay quienes oyen la palabra remake y piensan: “En Hollywood no quedan ideas, solo piensan en el dinero”, y aunque eso es cierto, en gran medida, hay excepciones.

La película se inicia con un intertítulo: “Seis actos y un epílogo, ambientado en un Berlín dividido” y luego nos sitúa a Dakota Johnson, interpretando a Suzie Bannion, la joven bailarina de Ohio que se une a la prestigiosa compañía de danza de Helena Markos, dirigida por Madame Blanc. A partir de entonces la inquietud se apodera de esa escuela y de la protagonista, con asesinatos y alguna que otra alumna (Patricia, Chloë Grace Moretz) sufriendo algún tipo de crisis, de por medio. Un extraño psicoanalista berlinés (el Dr. Klemperer) cobrará importancia en aquel lugar que todo parece indicar que sea un cubil de brujas.

La creciente sensación de temor se maneja de manera interesante, junto con la fría incomodidad de un Berlín lluvioso en los años setenta, en la que marchan de forma paralela, las noticias de terrorismo y lo que sucede en la escuela con las brujas. Se oyen las luchas intermitentes de la Facción del Ejército Rojo –la Badder Meinhoff- (hay una bomba fuera de cámara e incluso el personaje de Chloë Grace Moretz podría recordar a Ulrike Meinhoff) y esto se termina relacionando con el pasado del personaje principal, el enfrentamiento entre los Amish y menonitas en cuyo ambiente creció Susie, de niña.

También encontramos una lectura política en el feminismo que mantendría alguna similitud con el colectivo que surgió en Estados Unidos a finales de los 60: Conspiración terrorista internacional de las mujeres del infierno. En unos de sus panfletos se podía leer: “Eres una bruja siendo mujer, salvaje, colérica, jubilosa e inmortal” (Fuente Wikipedia).

Ambos compartirían personajes, escenario y la misma premisa: que una escuela alemana de danza sea el foco de atención de un aquelarre de brujas. Pero el film, escrito  por David Kajdanich (quien ya había colaborado con el director y fue uno de los responsables del éxito de la serie “The Terror”), tiene un resultado más disperso. Por una parte evoca la historia del fascismo y de los regímenes derrotados que de alguna manera se sienten de nuevo arraigados en la realidad. Por otra parte, vuelve a un tema de actualidad (el feminismo) que da mayor peso al mundo de la danza, que en el film de Dario Argento (1977).

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Bailando bajo la sombra de un clásico.

 Después de trabajar como crítico de cine y guionista (e incluso, colaborando en el guión de ese clásico del western de Leone, “Hasta que llegó su hora”), Argento debutó con “El pájaro de la pluma de cristal”, un título icónico del subgénero del terror italiano conocido como giallo. Poco a poco, el cineasta decidió expandirse a los ambientes del terror sobrenatural de “Suspiria de profundis”, de Thomas de Quincy (1848), coescribiendo esta película junto a la actriz Daria Nicolodi. La “Suspiria” de Argento contaba con algunas referencias cinematográficas, entre ellas “La residencia”, de Chicho Narciso Serrador. Esto, junto a una atmósfera casi abstracta, una fascinante puesta de escena y una legendaria música de Goblin la convertían en un imperfecto clásico del terror.

 Luca Guadagnino parte de una trayectoria muy distinta. Se ganó el respeto de la crítica con “Yo soy el amor”, un melodrama con trazos de Visconti en la que ya aparecía una pletórica Tilda Swinton en un film definido por su gran impronta visual, el elemento que comparte con todas sus películas. Después llevó a cabo el remake de la francesa “La piscina” (Jacques Deray), que llamó “Cegados por el sol”, con Tilda..y Dakota Johnson, en el reparto; un thriller, sin los sugerentes planos eróticos a los personajes femeninos del original. El film demostraba cómo su inmensa personalidad podría traspasar los límites del material de partida, lo que vuelve a suceder con “Suspiria”.

 De por medio, el cineasta italiano se encontró con otra personalidad arrolladora del séptimo arte: James Ivory y ambos acometieron “Call me by your name” (2017).

 Pero, ¿con cuál versión quedarnos?

 En realidad con las dos. Ambas funcionan de forma independiente.  Más allá de lo evidente (casi una hora de metraje de más), lo llamativo de la nueva versión es la personalidad arrolladora que ofrece Luca Guadanino.  Se traslada del bosque al centro de la ciudad y busca una mayor identidad en la estética audiovisual y en su contexto histórico. El nuevo film tiene un uso de la música mucho más coherente con la historia que cuenta que en la película de Argento, pues la estética iba en consonancia con los gustos de un tipo de cine que se hacía en los años setenta.

 “Suspiria” (2018) resulta técnicamente maravillosa y con escenas memorables como aquella del baile en solitario de Susie, en paralelo a un ataque telequinético de otra bailarina, que termina horriblemente destrozada. También podría ofrecer una  expansión seria e intelectualizada de la original a la que reverencia en muchos momentos (lo que más recuerdo de la película de Darío Argento son esos planos en los que Jessica Harper, recorría los interminables pasillos de la escuela).  Pierde por el camino la fantasmagoría del giallo y la chispa de locura de Argento, lo que hacía de ese cineasta un maestro. El enfoque narrativo es confuso y el personaje de Tilda Swinston parece estar escrito de una forma anticlimática (ni representa al mal ni ofrece un rescate moral redentor). “Suspiria” (2018) pasará a la historia como un más que reivindicable remake y un meritorio film que sin embargo, peca de sobervia (si se me permite la acepción) con respecto al original.

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Mandy. Una vibrante orgía de venganza.

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Panos Cosmatos, el director greco-italiano hijo del también cineasta George P. Cosmatos (conocido por sus películas con Stallone como “Cobra”), firmó  hace años “Beyond The Black Rainbow” y regresa al cine para  hacer del exceso una virtud en su último trabajo, “Mandy”. Un ejemplo de que en el cine de género no es tan importante la sinopsis como el estilo con el que lo ruedes. Sobre el papel sería un batiburrillo de referencias, con sabor al más enloquecido ochenties. Pero la verdad es que la película, que se resumiría en unas pocas líneas, cuenta con muchas simpatías entre los amantes del género. Venganzas con imaginería “hevay-metal”, sectas con influencias de los Mason, animación de serie B y la dinámica de los juegos de rol. Todo esto, además, con el mejor Nicolas Cage que he visto en mucho tiempo.

Nos situamos en el año 1983, un leñador llamado Red Miller, termina su jornada de trabajo y conduce a una apartada cabaña donde vive, escuchando a Ronald Reagan en la radio. En su casa le espera Mandy (Andre Risebourough), el personaje que da título a la película, un alma sensible que pasa el tiempo dibujando viñetas de cómics. Son una pareja feliz y sencilla, pero la música electrónica –firmada por el  difunto Johan Johansonn-, las tomas largas y la saturación de colores, crean una ambientación que anuncia un suceso premonitorio.

El punto álgido se producirá a la hora del metraje, cuando el líder de una secta de motoristas (Jeremías) se obsesiona por Mandy, hasta el punto de raptarla y hacer añicos la vida ideal que llevaban. Entonces, dan por muerto a Red que luego se armará con todo de artilugios, decidido a vengarse.Hay una escena esencial, en este sentido: la que se desarrolla en un baño. Su personaje ingiere el alcohol de una botella que no se ha vertido en sus heridas y luego aúlla como un animal herido. Una gran actuación que recoge el dolor que siente Red. Las escenas de la venganza adoptan un estilo propio, con el protagonismo de una paleta de colores extremos que amplifican la naturaleza surrealista de esta experiencia.  “Mandy” sería una actualización del llamado “rape and revenge”, aunque con muchos códigos narrativos del género y referencias desde “La matanza de Texas” a “Hostel”. Es decir, nos introducimos en la violencia extrema, cine splatter, torture porn o explotation, con algunas imágenes que quedarán en la memoria cinéfila,  como el rictus del rostro de Cage cuando concluye su descenso a los infiernos o la cabeza que arde como si fuera cera.

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Los infiernos de Nicolas Cage.

La carrera de Nicolas Cage es una de las más difíciles de seguir. Gana Oscars, protagoniza decenas de películas infames pero nos regala alguna obra maestra. Se hunde y se vuelve a levantar, muta en cada nuevo papel y pasa de ser icono del cine de acción a poner rostro a mil proyectos inclasificables. Las interpretaciones más extremas de Nicolas Cage han servido de carnaza durante años, pero resulta que el cine sólo tenía que ponerse al día para encontrarnos con un inspiradísimo actor, al que por ejemplo, ofrecerle una motosierra a ver qué sale.

“Tras el arcoíris negro” (la traducción del título “Beyond The Black Rainbow”) era una extraña película de 2010; una psicodélica cinta de ciencia-ficción que contaba con muy pocos diálogo. Ahora en 2018, regresa con otra experiencia visceral, elegantemente rodada. Una venganza al estilo del cine de los 80, con una excelente puesta de escena y un extraordinario estilo visual.

La bruja. Un cuento de terror y folclore de Nueva Inglaterra.

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“La bruja” nos presenta un film de terror, alejado de los convencionalismos que nos tiene acostumbrado el género,  sobre los miedos ancestrales, estrenada en Sitges y Sundance. Es decir, la primera y gratificante novedad es que se trata de una película de tendencia indie, la ópera prima de Robert Eggers.

-¿Qué hemos venido a hacer en este país? Cuando dejamos atrás nuestras familias, nuestro país, las casas de nuestros padres.

Con una producción modesta, apenas rodada en 25 días, el debutante en la dirección nos sitúa en Nueva Inglaterra, en el año 1630. Un granjero y su familia se ven obligadosa instalarse en un inhóspito bosque –un marco idóneo para el cine de género-, una historia más sutil en el terror que aquellas películas que llenan las multisalas. De esta forma nos adentramos en el mundo colonial del siglo XVII, en cuyo contexto existiría todo un brote de puritanismo que marcará sus vidas y sus miedos. Esa familia decide abandonar la colonia donde vivían para ir por su cuenta, hasta que la desaparición de su primer hijo -que tienen en su nuevo hogar-, los sume en la desesperación y el fanatismo.  Toda esta desazón arranca tras unas malas cosechas que el enfrentamiento entre razón y fe no tardarán en condicionar.  Todo ello permite al debutante echar mano de un folclore propio del tiempo histórico que describe en imágenes, junto con el aspecto sexual que estos personajes despiertan en los espectadores, con una primera referencia: las brujas de Salem.

Cualquiera que esté medianamente enterado del mundo colonial, las brujas y las comunidades puritanas inglesas, habrá oído sobre las brujas de aquel pueblo de Salem (Massachusetts) que marcaron a fuego una tendencia muy cinematográfica desde la enorme y fundacional “Häxan”, de los años 20, al revisionismo moderno con “TheLords of the Salem”. La película de Rogers Eggers, por supuesto, rompe con muchas de las convenciones de este cine, al sugerir más que mostrar, lo que permite jugar con la imaginación del espectador más que empacharnos de efectos y sustos, mientras nos va dirigiendo a su inquietante secuencia final que a nadie le dejará indiferente.

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En el tiempo de las brujas.

La verdad es que se trataría de una de las mejores representaciones del tema de los últimos años, junto a uno de los episodios de la serie Penny Dreadful, aunque referencias no le falten. El fanatismo lo hemos visto en una infinidad de ocasiones en el cine. Podemos recordar Carrie, La semilla del diablo o El bosque, otra comunidad cerrada y endogámica en donde recorre un mal incierto que marcará a sus habitantes, pero en la ópera prima también encontramos rastros de Kubrick y El Resplandor e incluso de la familia opresiva de “La cinta blanca” (Michael Haneke).

De hecho, pocas películas son tan rigurosas como la que presentamos, con un nivel de verismo que utiliza inglés arcaico, una fotografía con iluminación natural y un destacado trabajo de vestuario. En este sentido, “La bruja” resulta opresiva y claustrofóbica –al crear un microcosmos en torno a la familia de esta historia- y un referente del terror gótico norteamericano. A esto, habría que sumarse el trabajo de fotografía que realiza el cameraman Jarin Blaschke, quien echa mano de un grupo de pintores holandeses que representaron el titilar de las velas, como creación de los claroscuros pictóricos, del ilustrador Arthur Rackman e incluso Goya, o imágenes que concentran el imaginario colectivo de las historias de brujas. Entre sus detalles más interesantes observamos su uso de la simetría y planos los estáticos.

Los cuentos de hadas resultan ser parábolas que prescriben unos valores morales y en este sentido, la película se presenta como un sermón –es decir, una narración salpicada de símbolos con la idea de redirigir nuestras vidas- con un trasfondo feminista.  Al principio, no queda claro quién centra la historia. Al principio Eggers sitúa en el foco del relato a la madre de Katherine, quien vive de luto tras la desaparición de su hijo, Samuel. Pero no parece que sea ella, ni mucho menos, los dos hermanos gemelos de Katherine. Todo parece indicar que sea Thomasin, interpretada por la debutante Ana Taylor-Joy, la hija mayor a quien responsabilizan de la desaparición del bebé, incluso, William, el padre, o Katherine  a quien los seguidores de “Juegos de trono” reconocerán tras Kate Dickie, quien interpreta a Lysa Arryn en la famosa serie creada por George R. R. Martin. Para saber de qué trata realmente la película y quién es el foco de la historia, habrá que ver “La bruja”, nosotros no vamos a desvelarlo.

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La noche de Halloween. Añorando un clásico.

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Gordon David Green (recordar, el director de “Snow angels” o “Superfumados”) tenía una difícil tarea entre manos, recuperar un título cabecera del terror de los setenta, teniendo en cuenta que los remakes en este género han flaqueado de manera notable y que gran parte de las continuaciones del film clásico de Carpenter, cayeron en saco roto. Pero, lo cierto es que está mejor de lo que esperaba.

Han pasado 40 años desde que Mike Myers escapase del psiquiátrico  y asesinara a varios adolescentes en la historia original. En 2018, Michael volverá a escaparse, para regresar a la ciudad de Haddonfield con el fin de asesinar indiscriminadamente y buscar a LaureStrode, la joven canguro que escapó de sus garras en aquella.

El argumento elimina todas las continuaciones que han sucedido a "Halloween",  pero se simula algo de lo que las secuelas fueron mostrando. Por ejemplo, un personaje se burla de lo que sucedió, con el guiño a esa teoría que emparentaba a Mike y Laurie. La verdad es que el film no podía caer en mejores manos. La protagonista, Jamie Lee Curtis y el propio Carpenter acometen el proyecto como productores, y esto no sólo  queda refleja en su seriedad, sino también en la infinidad de guiños al clásico de 1978. La noche de Halloween (2018) se inicia con dos periodistas que se encuentran con Michael en el psiquiátrico, para preparar un reportaje de investigación. Mike lleva cuatro décadas en silencio, pero ellos creen que lo romperá una vez que vea la máscara que llevaba entonces. La escena es toda una declaración de intenciones.  Se cita al mítico doctor Loomis y se pervierte el punto de vista en numerosas ocasiones. La nieta de Laurie mira por la ventana de su clase, a su abuela, de la misma manera que su personaje, 40 años atrás, miraba a Michael Myers. Se hacen referencias al original con diálogos e incluso tomas, pero una cosa es la simple referencia –el eco- y otra muy distinta, incorporarlo de forma ingeniosa a la nueva versión. Y aquí es donde muestra todas las debilidades el Halloween de 2018.

Más allá de su admirable relación temática con la visión de Carpenter, hay un poso de decepción. Las dos principales bazas del clásico son dos grandes ausencias en esta nueva película: la tensión y la atmósfera, con las que John Carpenter demostraba ser un maestro. En “La noche de Halloween” se sentía el otoño en la atmósfera, con esos crujidos de hojas que se escuchaban al pisar. Pero el mayor error de esta versión es que no da miedo.

La actualización de un mito.

El Halloween de 2018 tiene un claro mensaje: No intentes estudiarlo, ni comprenderlo, sólo mátalo. La película nos cuenta que Laurie aprendió esa lección de la forma más difícil, cuando sobrevivió al ataque de Michael Myers. En este sentido, es una mujer que vive emocional y físicamente afectada por lo que sucedió hace cuatro décadas, esperando el regreso del psicópata, hasta tal punto que se ha armado y convertido su hogar en un sofisticado bunker. Toda una vida preparándose para darle caza: “He rezado todo este tiempo para que pudiera escaparse”, dirá en una ocasión. En este sentido, hay algo de ese espíritu post 11-S e incluso podría reconocerse parte de la ideología de Donald Trump, obsesionado con defenderse de los crímenes, a base de armar a la sociedad. Y, por último, un empoderamiento del llamado “metoo”, movimiento feminista que ha surgido en Hollywood y que está dando un mayor protagonismo de roles femeninos en el cine.

Hay lugar para mucho más que optimismo en esta secuela de Gordon Green - más que con el film de Dwight H. Little (Halloween 4: El regreso de Michael Myers), considerado por muchos como la mejor continuación-, pero todavía queda camino por recorrer si quieres ni siquiera acercarte a lo que logró John Carpenter con una de mis películas favoritas de todos los tiempos. El Hollywood actual, con sabor a nostalgia en su mayoría, me hace recordar que -echando la vista atrás- se hacía mejor cine.

Fanny y Alexander. El prólogo de la historia.

Cuando Ingmar Bergman filmó “Fanny y Alexander” (1982) pensó que esta sería su última película, de ahí que parezca un caleidoscopio de toda su obra, y en este sentido, la escena inicial –el prólogo- sería un resumen de lo que encontremos en toda la película. 

El film se inicia con el agua que fluye sin fin por un río, un recurso que ha servido como metáfora de la vida, siendo ésta una de las principales preocupaciones de la película: el recuerdo del pasado. A continuación, vemos la imagen de un teatro. Sólo cuando la cámara se aleja, apreciamos que el teatro no es real sino un juguete en miniatura. Se trata de un teatro con la frase: “no sólo por placer” en el escenario, que consiste en un telón de fondo, hábilmente pintado, que se irá quitando capa a capa, hasta que asome parte del rostro de un niño, en concreto los ojos de Alexander, para desvelar que el punto de vista de la historia se hará a través de la mirada de su personaje, quien funciona como alter ego del propio director. Bergman, a sus 75 años, vuelve la mirada a su infancia a través de los hechos y la ficción, es decir, reinterpretando la realidad.

 Nos hallamos en la Suecia de principios del siglo XX. Alexander juega en uno de los grandes salones de la mansión Ekdhal, antes de recorrer la casa de la abuela llamando a la familia. El niño deja volar su imaginación; a partir de esta premisa, Bergman crea un admirable cortometraje de atmósfera fantastique en el cual la mirada infantil, combinada con la tonalidad mágica de la fotografía (gran trabajo, como siempre, de Sven Nykvist), da pie a imágenes poéticas. Servirían de ejemplo  ese instante en el cual Alexander ve o cree ver la estatua de una figura femenina cobrando “vida”, o ese otro, ominoso, en el que la figura de la mismísima Muerte atraviesa la estancia dejándose entrever tras el mobiliario. Se trata, asimismo, de una manera de indicar que vamos a asistir a un relato en el que la belleza de la imaginación desatada, vitalista, de un niño va a tener el contrapunto severo y realista de la segunda mitad de la historia.

                   

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 Esta primera parte de la película nos sitúa en una familia de actores de Upsala, Suecia, que trabajan en el teatro propiedad de la familia –en un momento en que se preparan para la Navidad y quieren representar la obra de Shakespeare, “Hamlet”-. Helena, la matriarca de los Ekdhal, quiere contagiar su entusiasmo y felicidad, con el resto de la familia. Pero no todo resulta idealista y feliz en esta parte de la película. La cena de Navidad en la casa de los Ekdhal no tarda en revelar una falsa fachada de felicidad, bajo la cual se ocultan no pocos trapos sucios, como el viejo amante judío de la anciana Helena, Isak Jacobi (Erland Josephson); la relación adúltera que el extravertido Gustav (Jarl Kulle) mantiene con la criada Maj (Pernilla August); o la enfermiza relación de amor-odio de Carl (Börje Ahlstedt) y su esposa Alma (Mona Malm).Una celebración navideña donde los amos comparten mesa con las criadas, todos cantan y bailan formando una rúa que atraviesa los principales salones de la mansión, los niños juegan a sus anchas, y hasta los adultos se comportan como niños. Pero no todos son risas. Durante esa misma rúa, el envejecido Oscar Ekdhal (Allan Edwall), marido de la mucho más joven Emelie (Ewa Fröling) y padre de Fanny y Alexander, tiene que soltarse del resto del grupo y detenerse a recuperar el aliento sentado en unos escalones, primer signo de su muerte cercana; mientras Lydia (Christina Schollin), la esposa de Gustav, no puede reprimir su deseo de abofetear a la insolente criada y amante de su marido, Maj.

 Todo cambiará para la familia, y sobre todo para los dos niños protagonistas, cuando Oskar, el padre, muera en una de las representaciones y la viuda, Emelie, acepte casarse con el odioso obispo, Vergerus. Pero eso es otra historia.

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Gritos y susurros. Un grito de dolor teñido de rojo.

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“Viskingarochrop”, un film de terror, dolor y muerte que será contrarrestado por un episodio de amor desinteresado. Nos situamos en los años setenta y ante el trigésimo título del director, entre “La Carcoma” y “Secretos del matrimonio”. Esos años fueron difíciles para Bergman. Llevaba tiempo recluido en la isla de Färo, arruinado y sin encontrar financiación ni en Suecia ni en el exterior y con parte de la crítica, dándole por acabado. “Gritos y susurros” se lograría hacer, gracias a sacrificar los sueldos de sus fieles actores, a la inversión del propio SvenNykvist y a  un distribuidor norteamericano–Roger Corman- que hizo un pequeño estreno en Nueva York.

 Bergman sería como una versión oscura del célebre grupo musical ABBA, una visión que recorre todo su cine y que encuentra en la película “Viskingarochrop”, todo su sentido.Ésta se ambienta en una casa palaciega sueca a finales del siglo XIX, el castillo de Tasinge-Nasby. Dos hermanas (Ingrid Thulin y Liv Ullmann) regresan a la casa familiar con la idea de permanecer junto a una tercera de ellas (Harriet Anderson) que se prepara para morir, una solterona que desde hace mucho tiempo es cuidada por una asistenta de origen campesino (Karin Sylwan).

 Las mujeres representan diferentes grados de alienación, entre la desesperación suicida de Thulin a la aceptación de la voluntad divina de Sylwan, mientras que la sensación agobiante de la muerte inminente se une a los recuerdos del pasado que le trasmiten esa casa. El film nos sitúa un hecho clave del pasado de las cuatro mujeres con un fundido en rojo que dará paso al desarrollo de un flashback. En este sentido, Andersson recuerda una infancia solitaria en la que no pudo ponerse en contacto con su madre, la ama de llaves destaca la muerte de su hija pequeña; Ullmann recuerda una aventura sexual tras la cual su marido intentó suicidarse mientras que en el segmento más extraño, Thulin revive la noche en que intentó mutilarse sus genitales con unos cristales rotos.

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La estética de “Gritos y susurros”.

  Si el cineasta imprimió los primeros planos en “Persona” con la idea de trasladarnos al misterio de la personalidad, los rostros de esta película serían como abrir la herida en el sufrimiento. Seguramente sea la película más dolorosa de Bergman que en algunos momentos nos hace apartar la mirada. Con este fin cobra importancia el color. “Gritos y susurros” fue fotografía por el gran Sven Nykvist y se emplea un diseño artístico en donde el papel de las paredes, las alfombras y las cortinas tienen el tono cromático característico del film.

 El  rojo es el color que preside toda la película. Desde la secuencia en la que aparecen los títulos de crédito, sobre un fondo rojizo, pasando por esos fundidos, asombrosos y enigmáticos y por todo el recorrido de lapelícula, donde las paredes, las colchas, las mantas, los vestidos, las cortinas, los sillones, el tapizado de las sillas, todo es rojo, un color hiriente, lleno de dolor.

 Pero la película no olvida elementos propios de Bergman, como podría ser la espiritualidad. Hay un mensaje religioso que se funde con la historia. La fe de Anna, la asistenta, por ejemplo, que resulta simple pero directa. Enciende una vela ante la imagen de su hija y reza a Dios para que la ame. La preparación del funeral también tiene un sentido espiritual. Recuerda al episodio bíblico en el que las mujeres acuden a ver a Cristo, en la cruz, y sus llantos parecen preguntar por qué le habría abandonado Dios. Sin embargo, el instante culmen en esta línea relaciona al dolor de las tres hermanas. Hacia el final de la película, encontramos una secuencia onírica en donde Agnes demanda el consuelo de sus hermanas. Al principio la rechazan, pero luego Anna se abraza a ella de un modo que su composición nos recuerda al tema de la Piedad.

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