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Tiempo de amar, tiempo de morir.

Tiempo de amar, tiempo de morir.

El amor en tiempos de guerra ha sido uno de los temas predilectos del cine, amar en tiempos de la barbarie, siempre tendrá el beneplácito de la gran pantalla. El séptimo arte ha quiero brindar escenas míticas en las que se conjugaba amor y guerra, pasiones desenfrenadas junto a melancólicas despedidas y cálidos reencuentros. Incluso en películas tan desosegantes como Johnny cogió el fusil (Daltom Trumbo) o Apocalypse Now (Francis F. Coppola) tenían cabida el amor: "Somo dos personas, una que mata y otra que ama". Sin embargo, sería el cine clásico americano el formato propio para presentar los encuentros más románticos y prolijos en medio de la destrucción y muerte. De aquí a la eternidad (Otto Preminger) nos mostraba un fundido y cálido beso entre Burt Lancaster y Deborah Kerr, en una emotiva escena de playa y Pearl Harburt, como telón de fondo. De un beso a la despedida, el final del amor sujeto a un contexto de guerra. El puente de Waterlo (Melvin Leroy), que estaba protagonizada por Robert Taylor y Vivian Leigh, sería uno de esos ejemplos.

 - ¿Qué iba a decir?

- ¿Le gustaría ver el ballet? Sería un recuerdo muy agradable para las trincheras.

- ¿Y usted qué iba a decir?

-  Iba a decir que no conozco a nadie en el frente, pero ahora le tendré más cerca, conociéndole usted.

            

 Pero, quizás, la secuencia preferida por los espectadores sea la despedida entre Ilsa (Ingrid Bergman) y Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca (Michael Curtiz):

 - Y es cierto que perteneces a Victor. Eres parte de su obra, eres su vida. Si ese avión despega y no estás con él, te arrepentirás. Tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana, pero más tarde, toda la vida.

- ¿Nuestro amor no importa?

- Siempre tendremos París, no lo teníamos, lo habíamos perdido hasta que viniste a Casablanca. Pero lo recuperamos anoche.

 El séptimo arte es una fuente inagotable de historias amorosas, que llevan al límite el concepto de la pasión, pero el amor en el cine es todo un campo minado y enamorarse de quien tiene que matar o capturar resulta sugestivo en la gran pantalla.  Desde la gitana contrabandista que roba el corazón del sargento francés, que la debe detener, en Carmen; hasta el capitán que se entraga al amor de la pirata, que persigue (La mujer pirata, Jaques Tournert).

-Eres una mujer.

-¡Tú me enseñaste a ser una mujer!

Pasando por la dulce esposa a quien le cuesta creer que ha elegido como marido a un peligroso fugitivo nazi (El extraño, Orson Welles).

-¿Por qué quieres que vea estos horrores?

-Todo esto que está viendo es producto de un solo cerebro, el cerebro de un hombre que se llama Franz Kidler.

 Pero la verdad es que los caprichos del amor son tan inesperados que ni incluso el propio James Bond ha podido evitar caer en la pasión por la mujer menos adecuada. Son amores complicados, imposibles, fatales. Tan fatales que, con frecuencia, conduce a sus protagonistas a un mismo e inevitable final. Así sucede en una multitud de películas, desde Lust, Caution al thriller protagonizado por Donald Sutherland, interpretando a un espía alemán conocido como "la Aguja", con la misión de desvaratar los planes de una ofensiva aliada desde Gran Bretaña. El ojo de la aguja (Richard Marquard) presentaba a dos amantes predestinados a un final fatal.

              

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