Espionaje y celuloide, el personaje del espía en el séptimo arte.
Usurpar la personalidad de alguien diferente, hacerse pasar por otro, aparentar ser quien no se es, forma parte de la esencia misma del cine. Concretamente la suplantación de identidad, al servicio de intereses políticos, ha marcado el nacimiento de la figura del espía. Cineastas brillantes y al mismo tiempo eclécticos en sus formas y temas -del Hollywood más dorado- recuperaron el espíritu de este género en algunas de sus películas menos conocidas, Joseph Mankiewitz en Operación Cicerón, o John Huston, en El hombre de Makintoz, con Paul Newman como protagonista.
- Tu nuevo nombre es Raymond Grouchad, pasaporte y cartera. Ahora eres ciudadano americano.
Los orígenes del género de espionaje son variados y difusos, pero seguramente haya que atribuir a Fritz Lang la paternidad de este filón del fisgoneo por encargo al que dedicó varios títulos en su etapa alemana, en concreto uno titulado elocuentemente Los espías. El también germano, Ernest Lubisth, se atrevió a tratar con su habitual perspicacia y desinhibido sentido del humor, el arriesgado ejercicio de suplantar la personalidad del más temible de los humanos y de montar, incluso, un verdadero ejercicio teatral, en torno a tan temeraria ocurrencia. Ya en el título, Ser o no ser, nos atestigua la influencia shakesperiana que se observa en un diálogo del personaje principal, en pleno contexto de la expansión nazi por Europa y del Shakespeare de El mercader de Venecia.
- ¿Que quiere el fhürer de Polonia? ¿Por qué nos ataca? ¿Por qué? ¿No somos humanos?, ¿es que no tenemos ojos, es que no tenemos manos, órganos, sentidos, proporciones, afectos, aspectos, pasiones?
Sin duda, Alfred Hitchcock ocupa un lugar preferente entre los cineastas que han utilizado la usurpación de identidad como el eje central de su universo, siendo el espía el personaje idóneo para llevar hasta el extremo sus ingeniosos juegos de tensión y suspense. Si fue, Encadenados, uno de sus mejores aportaciones a este género del espionaje, sería Cortina rasgada -película menor- la que incidió con más intensidad el papel político de estos personajes, encabezando el reparto Paul Newman, con una trama ambientada en la Guerra Fría.
- Hoy en día, en mi país, los Estados Unidos, hay gente de las altas esferas que no desean ver abolida la guerra atómica. Por esta causa, un proyecto que trabajé durante seis años fue anulado por mi gobierno.
Este sería el escenario perfecto para hilvanar complejas historias desencadenas de uno de sus mcguffin preferidos, algo tan dramático y tan abstracto, al mismo tiempo, como lo que se ha querido llamar como secretos de Estado.
- ¿Por qué no dejan esa misión de espionaje a los profesionales?
- Porque no sabría qué buscar, es algo que está en el cerebro de un científico de la Universidad de Leipzig. A veces dudo que vosotros, los profesionales, sepan realmente lo que hacen cuando roban documentos secretos.
Su filmografía está llena de personajes de este tipo, que han sabido mantener una doble identidad, dentro de unos géneros dirigidos desde el suspense, con una profunda carga psicológica (Vértigo, Entre los muertos) al puro terror (Psicosis), pero serían las tribulaciones de Cary Grant en Con la muerte en los talones, lo que ilustre magistralmente el extremo del director a la hora de suplantar una identidad en la gran pantalla.
Un capítulo referencial, con personalidad histórica propia, es el que permitió la temática del espionaje en el seno de la Segunda Guerra Mundial, con la citada película de Mankiewitz, Operación Cicerón. Sin embargo, el ejemplo más reciente en este apartado fue El libro negro, dirigido por el holandés Paul Verhoeven, que nos acerca a las actividades de espionaje de una joven judía en el entorno de un oficial alemán al que logra seducir.
- Tienes el pelo negro.
- Ahora el rubio es el último grito.
- O, quizás que el rubio te ayuda a sobrevivir, si eres una chica judía.
“Me llamo Bond, James Bond”. Tras la presentación de este celebrado personaje, creado por el escritor Ian Fleming, encontramos una de las figuras cinematográficas no sólo más taquilleras sino además, modélicas dentro del celuloide. El personaje encontró en la Guerra Fría todo un filón y un notable juego que le abriría un amplio y heterogéneo abanico de registros. Hasta convertirse en la imagen que se tenía del agente secreto, el perfecto gentelman con licencia para matar, capaz de liquidar a su enemigo más pintado, con la misma frialdad con la que seducía a las más bellas mujeres o se tomaba un Martini seco con vodka, mezclado, no agitado. James Bond sería un mito, para más tarde oscilar entre lo ridículo y lo sublime, desde Sean Connery a Daniel Craig.
Visiones algo más serias del mismo fenómeno y del funcionamiento del servicio de Inteligencia, la encontramos en la serie del personaje de Harry Palmer, con el cual el actor Michael Caine alcanzó la más absoluta popularidad. Uno de los títulos era Ipcress.
- ¿Qué hace usted aquí?
- Seguirle a usted.
- ¿Por qué?
- Porque ha matado a un compañero.
Y por supuesto, no faltan las parodias de este género, que se prestan a situaciones equívocas y a lecturas distendidas sobre los aspectos más recónditos o dramáticos de sus argumentos, como sucedía con Espías como nosotros, una simpática comedia protagonizada por Jeff Daniels.
- ¿Qué crees, son espías como nosotros?
Eso sí, lo último -y lo mejor- de lo más reciente del cine de espionaje, -en donde encontramos a agentes entrenados como máquinas perfectas para matar-, es la serie de Jason Bourne, inspirada en las novelas de Robert Lumdum. Una colección de relatos magníficamente entretenidos y trepidantes que mejoraron notablemente tras la segunda entrega, cuando el irlandés Peter Greengrass se hizo cargo de la saga, para tomar las riendas del espectáculo en el que se convertía -entrega tras entrega- las cosmopolitas andanzas de un espía con problemas de memoria.
-¿Qué quieres? ¿Hundirme? ¿Quieres mi puesto?
-Quiero saber qué pasó.
-Jason Bourne, eso es lo que pasó.
Eso está bien porque el pobre personaje llevaba extraviado y amnésico desde finales de los ochenta cuando le diera vida al personaje Richard Chamberlanin en El caso Bourne:
- Dígame su nombre, si es que tiene alguno.
- ¿Mi nombre? Dios Mío, no tengo ni idea.
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