Mr. Brooks: La conciencia del asesino.
"Complacemos en detener nuestra postrer mirada sobre los compañeros imaginarios de muchas horas de soledad en un momento en el que el fugaz destello del mundo los ilumina de lleno". Charles Dickens escribía esto en Los papeles póstumos del Club Pickwick, pero ese Londres de hipocresía, luces falsas y anécdotas se parece demasiado al esplendor americano, abducido por Sexo en Nueva York con ogros vestidos de Armani y Pepito Grillo tan negro como los paraguas que van a proteger de la lluvia. El personaje que da título a la película, Mr. Brooks, aparenta llevar una vida ejemplar en su faceta pública y profesional, como en la intimidad, mientras que tras su impecable fachada se oculta una personalidad turbia, azuzada por un peculiar alter ego, una especie de ángel de la guarda o demonio de cabecera que le induce a cometer actos criminales. Mr. Brooks, segundo largometraje del ecléctico guionista Bruce A. Evans, nos acerca a un thriller aparentemente sofisticado que se dirige a esos recovecos que escudriñan el lado más oscuro de la personalidad, con unas pulsiones misteriosas que han llevado a matar a tantos personajes de ficción por un impulso irrefrenable, irracional. Por eso, Mr. Brooks no es el típico producto hollywoodiense situado en el thriller con psicópatas al que nos tiene acostumbrado el cine americano, sino una singular revisión del mito de la doble personalidad, filmado de manera sencilla, algo gélida y nada intelectual. Eso sí, presenta a un psicokiller de manera maniquea con fines exculpatorios, sobre todo cuando trata la parte oscura de su personalidad, representada en ese personaje interpretado por William Hurt, aunque con un look próximo al del papel cuché, carente de la mirada sórdida con la que Hollywood trata a estos roles.
No debería costar mucho esfuerzo o una excesiva capacidad adivinatoria para relacionar esta nueva recreación del género con la figura de Robert Louis Stevenson, sobre todo su relato más conocido, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en donde el escritor inglés ponía de relieve la dualidad moral, social y psicológica de la Inglaterra victoriana. La historia del respetable médico y filántropo, Dr. Jekyll, que quiere ser otro -Mr. Hyde- para entregarse sin riesgos a una vida de depravación y vicios. Pero no se trata de una simple historia de horror, ni un ejercicio de fantasmagoría, ni fruto de unas experiencias personales tortuosas (existe la tesis de que el autor padecía tuberculosis mientras escribía esta obra), sino que este clásico de la literatura es toda una disección de un sistema de vida basado en la hipocresía y en la represión de cualquier forma de comportamiento que se apartara de las normas estrictas. Normas presididas por un estricto código de caballerosidad, unidad familiar burguesa y la separación de clases sociales.
Han pasado más de cien años de esa mítica obra y todavía inspira a centenares de relatos y otras ficciones, quizás porque aborda de manera directora un problema psicológico que hoy en día están muy en boga, la pérdida de la identidad y de las alteraciones esquizofrénicas -El Yo dividido del que hablaba hacía veinte años Ronald D. Laing (en El yo dividido, Fondo de cultura económica de España). Junto a esto, la unión entre el sexo y la violencia, o el choque entre razón e instinto. En este contexto, encontramos al personaje de la película, Earl Brooks (Kevin Costner), que parece no contentarse con una vida que parece idílica: una esposa encantadora, una hija que le adora, un próspero negocio y una reputación en la comunidad envidiable. De hecho, el filme comienza con una fiesta en la que las autoridades locales tributan un homenaje al personaje principal, considerado como "el hombre del año". El Sueño Americano hecho realidad, un Bruce Weinn en su máximo esplendor y sin traumas (aparentes). Porque al igual que Henry Jekyll guarda un secreto en lo más profundo de ser, una segunda vida como "El asesino del Pulgar", un célebre asesino en serie a quien la policía es incapaz de atrapar. Pero Mr. Brooks es más que una simple picadora de carne al estilo de Ted Bundy o Ed Gein, es un adicto a la muerte, un esteta del homicidio que busca el valor artístico de lo que hace. Por una parte, ritualiza sus asesinatos y mata de manera rápida y pulcra: consigue casi una excitación sexual de sus crímenes, y de hecho elige a parejas en pleno acto sexual para cometer sus crímenes para luego recolocar los cuerpos y fotografiarlos. Y al mismo tiempo, actúa de forma casi fantasmagacórica, al no dejar ni pistas ni huellas.
- A estos cabrones les gusta hacerlo con las cortinas abiertas, debistes dejarlos, has cometido un error muy grave, Earl.
- Como si me dejaran verlos, ¿no?
Como se puede observar la película plantea muchas cuestiones, destacando la causa que lleva a un hombre encumbrado a cometer tales actos delictivos. La locura es una explicación fácil y tentadora, pero la cinta no es capaz de aclarar ese enigmático lado oscuro que acecha en cada una de las víctimas, vestido de negro y sigiloso. Es evidente que Mr. Brooks tiene un daimon que le tienta, como si se tratase del mismísimo Satán, a practicar esa sanguinaria forma de lujuria. Introducido en la película, con un golpe de humor negro, aparece el personaje de Mr. Marschall (William Hurt) que representa ese lado oscuro, el reverso tenebroso de un ciudadano modelo, como si fuese el Unheimlich del que hablaba Sigmund Freud, lo oculto, lo que termino revelándose. Encarnando algo parecido, salvando las distancias, a los ángeles que Win Wenders hizo volar sobre las conciencias de Cielo sobre Berlín. Pero no nos engañemos, Mr Brooks es Mr. Marshall en todo momento, pese a que el cineasta parece excusar la conducta criminal del personaje principal por la influencia sometida a esa figura oscura. ¿Vícitma de su doble?, ¿esquizofrenia? En realidad, la película se limita a esta idea, porque el director o no ha querido o no ha sabido profundizar o dar una explicación coherente en esta línea.
- ¿Quieres saber por qué lo hice? Porque me apetecía, simplemente. Por eso.
- La maldad es sólo un punto de vista, Dios mata indiscriminadamente y nosotros también.
Un subgénero muy cotizado.
El cine ha sabido, desde siempre, que la violencia el sexo y la muerte debían ser los elementos fundamentales para sustentar una industria como el espectáculo. A estas alturas, parece más que probado que al público, en general, le gusta ver representada en la pantalla las conductas más transgresoras y extrañas de los humanos, la lucha entre las dos partes irreconciliables que se enfrentan en lo más profundo del alma, el espíritu, la conciencia, o lo que quisiera que tengamos como soporte de lo bueno o de lo malo.
- Un momento, un momento, la mano del amor gana. Sí hermanos, ha ganado el amor.
El escritor Robert Louis Stevenson fabuló como nadie sobre el tema que el cine ha ilustrado una y otra vez esta extraña verdad que todos llevamos dentro, explicando por qué un individuo puede mostrarnos en unas ocasiones como el perfecto vecino que todos quisiéramos tener, y en otras dar riendas sueltas a sus instintos demoníacos. El alemán Fritz Lang fue uno de los primeros en retratar en el séptimo arte el carácter ambiguo de estos personajes que vivían marcados por ese extraño carisma por el algunas veces actuaban como Doctor Jeckyll y otras como Mr. Hyde.
- Tienes una pelota muy bonita, guapa.
Las conexiones con el relato clásico de Stevenson terminan en mostrar a un Doble reverso del propio personaje, pues no pretende erigirse como una crítica hacia los males de la sociedad del momento -como sí hacía, American Psycho (Bret Easton Ellis), por citar un título-. Mr. Brooks sólo aspira a ser un cuento perverso repleto de extraños giros argumentales y éticos. Cuando Brooks es chantajeado por el fotógrafo Mr. Smith (Dane Cook), este no le pide dinero sino que exige acompañarle para "saber qué se siente, vivir esa excitación". Lo cual introduce un elemento que faltaría en el clásico original, el hecho de que el personaje de Mr. Brooks no estuviese loco sino que mataba, sin motivos aparentes, pero para sentirse vivo. No menos pavoroso resulta la idea de contemplar el film como una crónica trágica de un padre, un atormentado Earl Brooks, cuya sed de sangre parece perpetuar en su hija Jane, que regresa a casa tras sufrir una desagradable expoeriencia al verse involucrada en el asesinato de un compañero de universidad. Si la película se viese como un pretendido intento por librar a su hija de las sospechas policiales - Brooks mata a un joven siguiendo el modus operandi de Jane, mientras ella queda recluida en casa-, las conclusiones de la cinta presentarían un matiz sarcástico muy estimulante. Brucowee A. Evans parece acercarse a un reverso oscuro de Batman a medio camino entre la vileza demodé (Fantomas, Lupin) y el estilo killer a lo Donald Weastlake: base secreta, disfraces, perfeccionismo, persecución impecable de la policía. Sin caer en los excesos y sin la moralina de turno, se acerca más a Ejecutivo ejecutor (Jan Egleson) que a Seven.
Lo peor de la película, sin embargo, es la pretenciosa caza del gato al ratón, la historia paralela que surge con la figura de la detectiva Tracy Atwood (Demi Moore), a quien el realizador ha querido darle un giro trágico, la de ser niña rica metida a policía, desafiando a la autoridad materna, mientras el personaje de Brooks siente una atracción paternal que no acaba de cuajar en la película. Es la perseguidora del "Asesino del Pulgar" y de unas bandas delictivas que permiten la presencia de forzadas secuencias de acción, entre ellas, un tiroteo con psicodélicos efectos de luz azul y música estridente.
Este pequeño repaso al género me hace ver hasta qué punto estoy harto de los psicolokillers que han convertido su oficio en un tópico repetitivo y aburrido. Su función parece haber sido oficiar personajes que protagonizan secuelas o se limitan a imitar el estilo de Lecter y la estética de Seven. En este aspecto, Mr. Brooks resulta agradecido: un film de psicópatas que se escapa del tópico, a cargo del actor más inesperado.
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