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Dolor y gloria. El culmen de la autoficción según Almodóvar.

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Llegados el momento, a muchos cineastas les gusta mirarse en el espejo y reflexionar sobre sí mismo. Otros memorables trabajos fueron fruto de este mismo objetivo como “Fanny y Alexander” (Ingmar Bergman) o “Fellini 8 1/2” (Federico Fellini). De esta forma, Pedro Almodóvar regresa a sus orígenes y lo cuenta, por una parte, como si tomase acta notarial delas vivencias de su propia madre o de sus paisanos de Calzada de Calatrava; y, por otro lado, como el Almodóvar ya instalado en Madrid como cineasta. Pero este retrato de sí mismo, es la autoficción que lleva haciendo desde hace cuarenta años.

Salvador Mallo (Antonio Banderas) es un director en horas bajas. Hace treinta años que no pisa un rodaje y además su salud se encuentra bastante desmejorada, cuando recibe la noticia de que van a reponer su última película en la Filmoteca de Madrid. En ese momento, se le van apareciendo sus fantasmas tanto los físicos como los recordados: su infancia en la que sus padres tuvieron que emigrar a Paterna, un pueblo de Valencia, por necesidad; su primer amor en Madrid y su posterior ruptura, la escritura como terapia o el proceso de creación tanto el cinematográfico como el teatral.  Si el culmen del aspecto cinematográfico sería la última escena de la película, resumen –a su vez de todo su cine-, el teatro está presente a través de un monólogo interior, “Adicción”, cuya voz del personaje principal la cede a Asier Atxiendia: “Conocí a Marcelo en un váter lleno de gente. El fin de semana lo pasamos, enteros en la cama y cuando quise darme cuenta había pasado un año”. 

A lo largo de su cine, Almodóvar ha sido capaz de condensar la tragedia, la guasa y la sobriedad a través del lado más humano de sus personajes. Sin embargo, existe un “nuevo Almodóvar”, el de los dramas áridos sin apenas humor, como hizo antes en “Julieta” y ahora en “Dolor y gloria”. En esta nueva etapa, analiza los temas de siempre con la predisposición de un cirujano para que lleguemos a eso de lo que llamamos el alma de sus retratados. En esta ocasión, de un director de cine  (Salvador Mallo)  personaje, víctima de los hombres pero sobre todo de sí mismo y del destino, que no es otro que un alter ego del propio cineasta. Es un drama encapsulado en una tragedia más hollywoodiense que griega, como si nuestro Salvador Mallo fuese esa Bette Davis de “Eva al Desnudo”, homenajeada en “Todo sobre mi madre”, primera cita del manchego en los Oscars.

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Es curioso como el propio Almodóvar añade a un diálogo algo que ya veíamos en sus últimas películas: sus personajes ya no lloran sino que se contienen. Es una de sus películas más contenidas de su filmografía y casi confesional, directa desde las tripas, aunque metareferencial de todo su cine. Salen todos sus temas: Un cine formado por universos poblados de mujeres, pero también de hombres, en donde han ido apareciendo recurrencias temáticas como la pasión homosexual, las drogas, las enfermedades o las soledades internas que provocan todo tipo de miedos. De hecho, todas sus películas están presentes: Desde “Volver” (la cultura de la muerte, la solidaridad de las vecinas y el flan, que adorna una escena) a “Los abrazos rotos”. También el mundo masculino de “La ley del deseo” y “La mala educación”.

Dejamos para el final, el gran tema que recorre el cine de Almodóvar y que marca gran parte del film: la figura de la madre. Estos episodios –los flashback que nos trasladan a esos años 60- aparecen tamizados por la fotografía luminosa de un legendario cameraman como José Luis Alcaine, sobre todo, la primera escena en la que vemos a Rosalía, la madre, de joven (Penélope Cruz) cantando “A tu vera”, junto al río. Con la madurez, esta vinculación madre-hijo, con Chus Lampreave en el recuerdo, sabe un poco a reproche. “No has sido un buen hijo”, le dirá ya anciana a su hijo, Salvador.

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