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El Reino. Meterse en la piel del corrupto.

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Valle-Inclán explicaba a través de su personaje de Max Estrella (Luces de bohemia, 1924) que el país de su época sólo podía analizarse a travésde la “realidad deformada de los espejos cóncavos”. El país de nuestro tiempo queda bien reflejado en los titulares del cuarto poder, sobre todo en lo que respecta a una lacra que dirige un significativo sector de la política. “El Reino” es la última estación en donde se ha detenido este jugoso tema, el más reciente ejemplo de un género que vive su época dorada: el thriller con ambientación ibérica.

Un ambicioso vicesecretario autonómico, Manuel Gómez Vidal (Antonio de la Torre) planea dar el salto a la política nacional, pero en ese momento le estalla un escándalo de corrupciones y su vida perfecta se desmorona.La película comienza con una escena al puro estilo “Godfellas”. El personaje principalatende a una llamada telefónica, coge una bandeja de carabineros de la cocina de un chiringuito, la entrega en la mesa y se enfrascan todos a una. El chupar sus cabezas no sólo concede la gracia de su buen hacer al cocinero, sino que sirve como exhibición de un status. Esa posición es la que centra el film a través de una lectura incómoda sobre la corrupción.

Bárbara Lennie y Antonio de la Torre, en 'El reino', de Rodrigo Sorogoyen. (Warner)

Barbara Lennie y Antonio de la Torre "El Reino" (Warner)

Tanto los telediarios como la ficción (recordemos las magníficas “La caja 507” o “Crematorio”) han moldeado la realidad política española. En esta ocasión, el cineasta dispone de un sobresaliente reparto para poner rostros a personajes más o menos reconocibles entre dirigentes políticos, empresarios, periodistas sin escrúpulos o funcionarios que bien podrían haber salido en alguna película de mafiosos de Scorsese o en algún thriller político de Alan J. Pakula.

Tres años después de dar la sorpresa en los Goyas con esa historia romántica de corte independiente, “Sthockholm” (2012), firmó “Qué Dios nos perdone”, un thriller policiaco con ese sabor a bocata de calamares, acompañado de una buena caña, pero también a tapete de ganchillo. Allí situaba una historia sobre un psicópata y un buen policía, a quien ni Dios le podría perdonar, violento contra el mundo que le rodeaba y contra sí mismo. Entonces, Sorogoyen buscaba el realismo a toda costa, lo que logra en este nuevo viaje a los infiernos, en esta ocasión de la política.Las contradicciones que tienen la lealtad a un partido, en donde la corrupción se convierte en un “sálvese quien pueda”. En este sentido, es fácil reconocer el paralelismo entre el personaje de Antonio de la Torre y Bárcenas, ambos dados de lado por los dirigentes del partido, cobrando protagonismo las escenas de José María Pou.

-Eres consciente de que puede caer todo el mundo.

-Soy consciente de millones de cosas de las que tú no podrías entender.

El protagonista es un tipo inmoral, un aprovechado, a quien el brillo de los Rólex le ha ido cegando durante mucho tiempo y al que poco a poco el escenario le irá consumiendo. Uno de aquellos  personajes que con cada paso le va acercando cada vez más a su condenación, mientras se va abriendo el suelo bajo sus pies.  Lo interpreta un actor de raza, Antonio de la Torre, acostumbrado a lidiar en los lodos del thriller (“La isla mínima”, “Tarde para la ira”).

La película pretende dar una imagen de que todos nos podríamos corromper, en un momento dado. Que la corrupción no es exclusiva de la clase política sino que está generalizada en un país como España. Por citar una escena, el hombre que se queda con la de una consumición, en un bar, también sería corrupción. Pero el ímpetu visual de Sorogoyen deja un poso narrativo algo vacío.  Si lo que quieres reflejar es que la sociedad en general es potencialmente corruptible, debería haber tomado una postura más profunda.

Quizás, eso sea lo más flojo, junto el final en donde se verbaliza todo el tema de la película.

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