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El Séptimo Sello. El Silencio de Dios, el ajedrez y la Muerte.

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Antonius Block, un caballero medieval (Max Von Sydow) y su escudero (Gunnar Björnstrand) regresan a casa tras pasar diez años en las Cruzadas. En su viaje, descansan en una playa donde el caballero será retado a jugar al ajedrez por un extraño personaje, la Muerte. Nos situamos en la reserva natural de Hovs Hallar, en Suecia, y  ante una de las imágenes más célebres de la historia del cine sino ante toda una declaración de intenciones por parte de su director, Ingmar Bergman. El ajedrez serviría de metáfora del intento del hombre por desafiar su propia mortalidad a través de sus logros.

Conocido por su fructífera carrera -1946-2003- y por filmar algunos de los títulos emblemáticos de la historia del cine, la película fue realizada en 1957, un año demasiado lejos para una película aún muy adelantada a su tiempo. Ambientada en la Escandinavia de mediados del siglo XIV, el séptimo sello muestra la desolación de un caballero cruzado que regresa a su tierra natal dejando atrás el horror de la guerra, para encontrarse ahora con un pueblo sumido en las tinieblas de la peste. El título del film evoca el capítulo V del Apocalipsis, en el que su autor descubre que Dios sostiene en la mano un rollo de papiro con los Siete Decretos Divinos. Para poder leer lo que contiene el papiro, hay que ir rompiendo uno por uno los siete sellos. Al romperse el último de ellos se presentará ante nosotros el destino final de la humanidad.

En 1957, Bergman filmaba una película, Fresas salvajes, con una reflexión en voz alta: “la cuestión no es si Dios existe, sino si el hombre ha muerto”. Ese mismo año, el cineasta sueco hacía un ligero matiz: “se abrió el séptimo sello y se hizo el silencio en el cielo”.  Resultaría llamativo encontrarse a Bergman preguntándose cuestiones existenciales en plena época de la ironía, en una década –los años cincuenta- en donde el cine no se preguntaba por el Silencio de Dios, sino por el parloteo de los hombres. En este sentido, Bergman no niega su existencia sino que lo mantiene en silencio, ausente. Ingmar Bergman sería una “rara avis” en el mismo momento en el que Hollywood comenzaba su andadura por el Cinemascope y los franceses se lanzaban a la Novelle Vague. Eso sí, el sueco guardaría algunas similitudes con el otro gran autor del cine europeo: Andrej Tartovski. S i Hollywood buscaba hacerse un hueco en la historia como el gran bastión del cine popular, Europa aparecía como una boutique de la intelectualidad cultural.

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Un viaje al medievo y mil y un detalles de la película.

Bergman basó el argumento en una pequeña obra propia, que escribió para sus alumnos de teatro en el Dramaten “Pintura sobre tabla”. Con esta, viajamos al medievo, a esa Alta Edad Media, cuando los Cruzados regresaban a casa y la Peste barría Europa Occidental. No sería su única incursión a esta época; ahí estaría también ese maravilloso, pero duro, retrato de “El manantial de la doncella”, un film que Bergman filmó en los cincuenta aunque se mantiene fresco como un vaso de agua helada. Nos presenta un mundo de fanatismo, violencia y crueldad en donde encontramos un retablo de personajes tipos: juglares, brujas, frailes o cruzados, enmarcados en un paisaje de un pueblo medieval, una playa y senderos que dan ambientación a la historia. Uno de los elementos de la historia, el personaje real de Albert Pictor le asocia con el film “Andrei Rublev” de Tarkovsky. Del cineasta ruso toma Bergman su estilo que desarrolla en la película: “De esta forma es como la imagen de una película, que está inspirada en el sentido pictórico y luego es transformada en lenguaje cinematográfico, vuelve a la pantalla en su forma primitiva, que es la de una imagen pintada”.

Bergman sigue la escuela iniciada por Einsestein, y continuada por Dreyer, mientras que en España contamos con Victor Erice.

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 Una serie de conceptos resuenan como campanillas a lo largo de todo el metraje: la religión, el Diablo, Dios o la muerte, ideas a las que Bergman recurrirá en todo su cine. Al mismo tiempo que avanza la partida de ajedrez se muestra un friso de una sociedad desesperada en donde Bergman hace un profundo análisis de la mortalidad y la fe. Quizás la película tenía su sentido: los años cincuenta pendían en el hilo de la amenaza nuclear, sin que se aprendiese nada de las lecciones de las dos guerras mundiales. Pero la muerte es uno de esos arquetipos que toda cultura (y en la nuestra, el cine es nuestra principal manifestación cultural) siempre ha tenido un lugar de honor. Por incrédulos que seamos en cuestiones de fe siempre nos asaltará las dudas sobre la muerte.

 Aunque muchos relacionen a Max Von Sydow con el padre Merryn de “El exorcista”, su verdadera vinculación con el cine nace y muere con Bergman. Sus inmensos personajes que le ha regalado el cineasta sueco: El rostro, Los comulgantes, La hora del lobo o El manantial de la doncella, hacen que ésta sea una envidiable carrera como actor. 

 Otra de las de ideas es el de las fresas silvestres (fruta veraniega, vinculada a un país donde el verano queda reducido a un mes). Esta aparece en el contexto de uno de los personajes claves, unos actores ambulantes, Jof y Mia que buscan en el humor la forma de aplacar los rigores de ese mundo; un matrimonio con un profundo sentido bíblico (José y María), junto a su hijo pequeño.

El simbolismo del ajedrez supera, en la película, ese valor metafórico para inundar las imágenes de una combinación visual de blancos y negros, un contraste cromático que da armonía y belleza al film. Aparecen personajes con sus trajes negros y sus caras blancas, como sucede con la Muerte, o una inmensa fotografía en blanco y negro, por Gunnar Fisher, que alcanza su cénit en la escena de la procesión de flagelantes.

 

2 comentarios

Marlon -

Genial, hace mucho tiempo intenté ver la película, y creo no haber estado preparado (me aburrí), ahora, pasa el tiempo y ansío verla.

Sara. -

Un film genial de Bergman, y te ha salido bordado el artículo.